miércoles, 4 de febrero de 2009

Día 15: Ven y maravillate conmigo


Anaís era de esas personas de piel, cuando algo la caía mal lo decía, cuando algo le gustaba sonreía, y su sonrisa nos hacía a todos sonreír, incluso a mí. Claro que en un principio, cuando la conocí, no la soportaba. Era la hija de la dueña de la pensión y era de estas típicas personas con aire de superioridad que creen sabérselas todas. En un comienzo solo me dirigía la palabra para recordarme que tenía que sacar la basura y en su tono podía sentir que se burlaba entre dientes, como si supiera que yo había nacido solo para limpiar lo que los demás dejaban en el camino y eso claramente la hacía sentir superior a mí. Claramente había salido a su madre, una mujer esquelética como si solo se alimentara del pasto que crecía en el ante jardín y blanca como el papel, lo que pronunciaba más aun sus arrugas, hundidas y secas como si ya estuviesen petrificadas y ya no envejecieran más. Podría tener 50, 60, 70, 100 años. En realidad todos los de su generación estaban muertos y por eso nadie podía dar fe de su verdadera edad. Ni siquiera Anaís sabía qué edad tenía su madre, y cuando yo le preguntaba siempre repetía lo mismo:

-es lo suficientemente vieja como para tener la respuesta antes que la pregunta-.

Anaís me confesó un día que su madre me había aceptado en la pensión porque le di lastima, fui como un cachorro vagabundo que rescato y que ayudo a aplacar un poco su conciencia de haber mandado a exterminar a su nieto antes de que naciera. Y para Anaís fui como el hijo que nunca tuvo, aunque nos llevamos por solo 6 años, ella siempre pareció mucho más anciana que yo, parecía la hermana menor de su madre, era como si todos los años que le sobraban de vida a la vieja los absorbiera su hija. Sin embargo, ambas envejecían tan lentamente que pronto yo me veía más viejo que Anaís y cada vez que su madre nos veía entrar a la pensión juntos se dibujaba en su cara una sonrisa espantosa, pero seductora, yo sabía lo que pensaba; quería que yo fuese el padre del nieto que nunca tuvo y que en realidad nunca tendría.

Las odiaba secretamente, las envidiaba y su olor me repugnaba, ese aroma a piel seca y a naftalina me ponía la piel de gallinas. Pero me termine por acostumbrar al olor, a la naftalina, a las polillas muertas frente a mi puerta, a la humedad del colchón, a los gritos incesantes de la vieja que me despertaba cuando ya estaba despierto, a los gritos de la hija que me hacía sacar la basura. Yo creo que me acostumbre porque empecé a parecerme a ellas, termine oliendo a polillas muertas y a ropa vieja y despertaba antes de los gritos de la vieja porque me gustaba escucharla, tal vez porque ya no me sentía solo, porque quería creer que

alguien me tenía en sus pensamientos.


domingo, 1 de febrero de 2009

Hombre muerto caminando


Aquél hombre estaba claramente fuera de sus cabales, caminando arriba de un tronco seco, como si fuese el mejor puente, y un abismo bajo sus pies que parece que el no veía. Talvés no quería verlo, o talves no le importaba verlo. Se notaba su desinterés. Parecía que le daba lo mismo estar vivo o caer, el sabía que de todas formas no moriría.