
Todos los días veo este edificio.
Todos los días admiro su geometría.
Pero recién hoy se me ocurrió sacarle una foto.
Debió ser el cigarro de menta, el piano en mi cabeza adolorida
y la ciudad fría, gris y contaminada.
Estoy pensando seriamente en cambiar de trabajo. Ya ni ganas tengo de levantarme y menos de ducharme para llegar a ese lugar en donde no existo para nadie. De hecho, hace tres días que no me baño y parece que nadie se da cuenta. El problema es que no se que hacer, porque si dejo de trabajar no tendré dinero para pagar la pensión y eso implicaría tener que dormir en la calle, pero no quiero volver a ese lugar, no por el frío o la humedad, sino por la bulla de la gente gritando y de los motores funcionando que no me dejan ni dormir ni comer en paz. Es por eso que reprimo las ganas de salir corriendo de ahí, o de usar alguno de los utensilios que hay ahí para matarlos a todos y reírme frente a los cadáveres. El otro día estaba lavándome los dientes y pensaba en como sería si a los cepillos de dientes de cada uno de mis compañeros les agregara acido fórmico. Podía ver nítidamente los cuerpos tirados a través del espejo, que refleja el mesón de trabajo. Especialmente el cuerpo de una mujer muy bonita pero que no para en hablar en todo el día, me alegraba pensar en lograr el silencio absoluto de ese lugar. Pero a la vez me alegra ser un cobarde, porque nunca podría hacer algo así. He pensado también en suicidarme, y en este punto llegue al límite el día de ayer donde prácticamente una segunda voz en mi mente repetía incesantemente la palabra "mátate". Al fin tuve que salir a fumarme un cigarro, aunque hace más de dos meses que no lo hacía.
Para más remate he quedado solo en la pensión. La dueña y su hija salieron de vacaciones y en estas fechas no llegan pensionistas, en una casa tan grande me siento...feliz, me relaja la soledad y el silencio, aunque no hay nada que impida que mis pensamientos salgan y me terminen amargando el día. Por eso prefiero salir a la calle, fumarme un cigarro y mirar como la gente pasa gritando y los motores ensordecen el ambiente, hasta que me da sueño y me voy a la cama tratando de no pensar en nada. Es así como al otro día despierto sin acordarme de mis sueños, con el ruido del despertador que me avisa que me tengo que levantar a trabajar, y con mi cabeza funcionando nuevamente.
Espero que Anaís llegue pronto para que podamos conversar nuevamente, aunque sean cosas mundanas y sin importancia, y para escuchar en la mañana a su madre gritando en la cocina. Parece que me estoy volviendo viejo y la idea de estar solo me espanta.
Anaís era de esas personas de piel, cuando algo la caía mal lo decía, cuando algo le gustaba sonreía, y su sonrisa nos hacía a todos sonreír, incluso a mí. Claro que en un principio, cuando la conocí, no la soportaba. Era la hija de la dueña de la pensión y era de estas típicas personas con aire de superioridad que creen sabérselas todas. En un comienzo solo me dirigía la palabra para recordarme que tenía que sacar la basura y en su tono podía sentir que se burlaba entre dientes, como si supiera que yo había nacido solo para limpiar lo que los demás dejaban en el camino y eso claramente la hacía sentir superior a mí. Claramente había salido a su madre, una mujer esquelética como si solo se alimentara del pasto que crecía en el ante jardín y blanca como el papel, lo que pronunciaba más aun sus arrugas, hundidas y secas como si ya estuviesen petrificadas y ya no envejecieran más. Podría tener 50, 60, 70, 100 años. En realidad todos los de su generación estaban muertos y por eso nadie podía dar fe de su verdadera edad. Ni siquiera Anaís sabía qué edad tenía su madre, y cuando yo le preguntaba siempre repetía lo mismo:
-es lo suficientemente vieja como para tener la respuesta antes que la pregunta-.
Anaís me confesó un día que su madre me había aceptado en la pensión porque le di lastima, fui como un cachorro vagabundo que rescato y que ayudo a aplacar un poco su conciencia de haber mandado a exterminar a su nieto antes de que naciera. Y para Anaís fui como el hijo que nunca tuvo, aunque nos llevamos por solo 6 años, ella siempre pareció mucho más anciana que yo, parecía la hermana menor de su madre, era como si todos los años que le sobraban de vida a la vieja los absorbiera su hija. Sin embargo, ambas envejecían tan lentamente que pronto yo me veía más viejo que Anaís y cada vez que su madre nos veía entrar a la pensión juntos se dibujaba en su cara una sonrisa espantosa, pero seductora, yo sabía lo que pensaba; quería que yo fuese el padre del nieto que nunca tuvo y que en realidad nunca tendría.
Las odiaba secretamente, las envidiaba y su olor me repugnaba, ese aroma a piel seca y a naftalina me ponía la piel de gallinas. Pero me termine por acostumbrar al olor, a la naftalina, a las polillas muertas frente a mi puerta, a la humedad del colchón, a los gritos incesantes de la vieja que me despertaba cuando ya estaba despierto, a los gritos de la hija que me hacía sacar la basura. Yo creo que me acostumbre porque empecé a parecerme a ellas, termine oliendo a polillas muertas y a ropa vieja y despertaba antes de los gritos de la vieja porque me gustaba escucharla, tal vez porque ya no me sentía solo, porque quería creer que